miércoles, julio 26, 2006

Volver al Teatro


Yellice Virgüez Márquez


La concepción estética se transforma y en la era postmoderna de la industria cultural el teatro, carente esta vez de odas al ritmo de cítaras, no escapa de la metamorfosis. Nuestra sociedad de mercado auspicia el consumismo, para muchos voraz pero igualmente aplaudido, de bienes culturales -materiales e inmateriales- presentados y re-presentados en los más diversos soportes. El teatro como contenido estético hecho forma, espacio, imagen... recuerdo, encara hoy como ninguna otra manifestación artística la turbulencia humana en su lucha contra el tiempo y, por lo tanto, en su manera de consumir.

"Descargar" una obra teatral en la actualidad no resulta descabellado y, no en vano, se multiplican las discusiones sobre quién y a qué precio puede ostentar la "licencia universal" contra el derecho de autor. Los gremios musical y cinematográfico están a la cabeza de la contienda, pero quién protege la intimidad entre el público y el actor en escena que no es otra cosa sino la viva expresión del texto teatral?

Quizá por una originaria concepción ritualista, esta situación no ha alcanzado los niveles masivos que lamentan las productoras musicales, por ejemplo. Sin embargo y paralelamente a esa aún ajena "masificación" interactiva, el teatro de hoy se enviste como todo producto que es de cara a las necesidades del consumidor: disminuye su tiempo de duración, aborda más que nunca los temas fetiches del hombre actual, y aligera el espacio en términos de escenografía y utilería, no sólo por traducir "apetecible" el bien teatral sino por una necesidad de reducción de costos de producción.

Pero ¿qué pasa con aquel consumidor quien, aun bajo el encanto de una estética dialéctica-materialista, subestima el valor del teatro como un bien material e inmaterial a la vez? ¿Cuántas otras transformaciones tendrá que sufrir este producto cultural para equiparar hoy otros consumos que le son próximos?

En el futuro, los cambios en el arte seguirán su curso y así lo afirmaba Theodor Adorno desde finales de la década de los sesenta en su Teoría Estética. No obstante, la presunción de quasi-gratuidad a un producto que lo es como tantos otros, no deja de sorprender en medio de una sociedad mercantilista.

Marcado por su antigua dependencia mística ¿el teatro actual se encontrará en la necesidad de consultar los oráculos de Delfos o de Olimpia para resolver las incógnitas de su porvenir? ¿Qué tan ostentosas tendrán que ser las ofrendas de artistas y productores para recibir favores divinos y prolijos consumos terrenales?

Adorno expuso que "toda obra de arte es un instante". El hecho teatral es social por antonomasia y sólo a través de ese instante dionisíaco agracia su razón de ser. Sólo con la presencia del público y su interacción catártica con los actores, el teatro vive. La concepción aristotélica no se irrespeta en el ejercicio actual, empero, la problemática es de cifras y de índices de consumo por calidad, evidentemente.

Resta entonces invocar al ditirambo con todo y pieles de macho cabrío, para que de la mano de un corifeo y duetos entre cítaras y liras, encante sin esfuerzos a un público teatral masivo. Esta vez, por supuesto, sustentados por la vasta productividad que puede brindar al sector la industria cultural de hoy.

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